domingo, 9 de enero de 2011

¿PORQUE TENEMOS MIEDO A LA ENERGIA NUCLEAR?



La ambivalencia de Alemania sobre la energía nuclear, común a muchos países desarrollados, ha estado bien a la vista recientemente, a raíz de la decisión adoptada por la Canciller Ángela Merkel de prorrogar la vida útil de las 17 centrales nucleares del país durante una media de 12 años después de sus actuales fechas de clausura previstas. Merkel dice que ello contribuirá a que Alemania desarrolle el “suministro energético más eficiente y menos perjudicial para el medio ambiente del mundo”. Los dirigentes de la oposición dicen que el Gobierno está “vendiendo seguridad por dinero”.

Ambos bandos discuten sobre los datos, pero hay un argumento, subyacente a ese debate, sobre la impresión que causan dichos datos. La percepción del riesgo –ya se deba a la energía nuclear, a los alimentos genéticamente modificados o a cualquier amenaza potencial– nunca es un proceso puramente racional y basado en datos.
Tras decenios de investigaciones, se ha llegado a la conclusión de que la percepción del riesgo es una combinación afectiva de datos y temores, intelecto e instinto, razón y reacción visceral. Es un proceso inevitablemente subjetivo, que nos ha ayudado a sobrevivir, pero que a veces nos crea más problemas, porque con frecuencia nos preocupamos demasiado por riesgos menores o no lo bastante por riesgos mayores y adoptamos decisiones que parecen correctas, pero que, en realidad, crean nuevos riesgos.
Así, pues, mientras Alemania batalla con la cuestión de la energía nuclear, hay importantes lecciones que aprender no sólo sobre la energía nuclear per se, sino también sobre cómo percibimos el riesgo en primer lugar, porque el de comprender ese sistema subjetivo es el primer paso para eludir sus peligros.
Pensemos en los dos aspectos del riesgo de radiación nuclear: los datos y las impresiones.
Durante 65 años, los investigadores han hecho un seguimiento de casi 90.000 hibakusha, nombre que reciben en el Japón los supervivientes de la bomba atómica, que se encontraban dentro de un radio de tres kilómetros de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Los científicos los compararon con una población japonesa no afectada para calcular los efectos de la radiación a la que se habían visto expuestos. Según los cálculos actuales, sólo 572 hibakusha –poco más del 0,5 por ciento– han muerto o morirán a consecuencia de diversas formas de cáncer inducido por la radiación.
Según las conclusiones de las investigaciones llevadas a cabo por la Fundación de Investigación de los Efectos de la Radiación (http://www.rerf.or.jp/), los fetos de mujeres hibakusha que estaban embarazadas en el momento de las explosiones nacieron con defectos horribles, pero la Fundación no encontró otros daños graves a largo plazo –ni siquiera genéticos– a consecuencia de la exposición a aquellos niveles extraordinariamente elevados de radiación.
La Organización Mundial de la Salud, basándose en las investigaciones japonesas, calcula que a lo largo de toda la vida de la población de varios centenares de miles de personas expuestas a la radiación ionizante de Chernóbil, unos 4.000 podrían morir prematuramente de cáncer causado por la fuga de radiación. Naturalmente, es algo trágico, pero, igual que el número de muertes por cáncer entre los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, es un número menor de lo que muchos suponen.
Así, pues, si la radiación ionizante es un carcinógeno relativamente débil, ¿por qué da tanto miedo la energía nuclear? Las investigaciones sobre cómo perciben las personas el riesgo y reaccionan ante él han determinado varias características psicológicas que vuelven la radiación nuclear particularmente aterradora:
  • No se puede advertir mediante nuestros sentidos, lo que nos hace sentirnos impotentes para protegernos, y la falta de control hace que cualquier riesgo resulte aún más aterrador.
  • La radiación causa cáncer, resultado particularmente doloroso, y cuanto más dolor y sufrimiento causa algo, más miedo le tendremos.
  • La radiación producida por la energía nuclear es obra del hombre y los riesgos causados por el hombre inspiran más miedo que las amenazas naturales.
  • Las centrales de energía nuclear pueden tener accidentes (muchos creen aún que pueden explotar como bombas) y las personas sienten intrínsecamente más temor de los riesgos relacionados con un acontecimiento “catastrófico” en gran escala que de riesgos que causan mayores daños a lo largo del espacio y del tiempo.
  • Muchas personas no confían en la industria nuclear o en los reguladores nucleares estatales y cuanto menos confiamos en algo, más lo tememos.
Pese a todos esos miedos, las actitudes públicas para con la energía nuclear están cambiando. La psicología de la percepción del riesgo lo explica también:
  • Somos más conscientes de los beneficios de las emisiones libres de CO2 y, cuando los beneficios de una opción parecen mayores, los riesgos relacionados con ella parecen menores.
  • El desastre de Chernóbil, ocurrido en 1986, estaba más fresco en la memoria de los europeos en 2000, cuando Alemania votó en pro de la eliminación de la energía nuclear en 2021, que ahora, un decenio después, y cuanto menos conscientes somos de un riesgo, menos temor nos inspira.
Esos factores psicológicos nada tienen que ver con los datos sobre el riesgo real de la radiación nuclear, pero, como ocurre a menudo con la percepción del riesgo, los filtros emocionales, más que los datos, determinan el miedo que sentimos o no.
Ya sea racional o irracional, positivo o negativo, carece de importancia. Así es  inevitablemente, pero debemos reconocer que nuestra reacción ante el riesgo puede plantear un peligro por si misma. Nuestro miedo a la energía nuclear ha propiciado una economía energética que favorece la utilización del carbón y del petróleo para la obtención de electricidad, con gran costo para la salud humana y medioambiental. La contaminación por partículas de combustibles fósiles mata a decenas de miles de europeos todos los años y las emisiones de CO2 alimentan un cambio potencialmente calamitosos en el clima mundial.
No hay grado de educación ni de buena comunicación que pueda evitarlo. La percepción subjetiva del riesgo está integrada en nuestra estructura y nuestra química. Lo que los gobiernos pueden hacer es aprender lo que las investigaciones psicológicas han establecido; nuestras percepciones, por reales que sean y por respetadas que hayan de ser en una democracia, pueden crear sus propios peligros.
Con esa comprensión, la evaluación gubernamental del riesgo puede explicar no sólo los datos, sino también qué impresión nos causan y cómo nos comportamos. Así, podemos reducir los conflictos sobre la energía nuclear y otras cuestiones relativas al riesgo y fomentar políticas más válidas y más productivas en pro de la salud pública y medioambiental.
David Ropeik es profesor en la Universidad de Harvard y autor de How Risky Is It, Really? Why Our Fears Don’t Always Match the Facts (“¿Cuánto peligro entraña en realidad? Las razones por las que nuestros miedos no siempre coinciden con las realidades”).

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