jueves, 20 de enero de 2011

LOS PARAÍSOS DE ANDRÈS HURTADO.


Los cinco paraísos
de Andrés Hurtado

Escalador de montañas, viajero interminable, caminante incansable, rastreador de senderos olvidados, explorador de utopías naturales, Andrés Hurtado nos ofrece los lugares exclusivos e íntimos que más ama en Colombia. Hallazgos de un país hermoso.
Texto y fotos de Andrés Hurtado García


Cuando Germán Santamaría me pidió que buscara entre mis recuerdos, mis fotos y mis sudores y andanzas por el país los cinco lugares más bellos me acordé de Lope de Vega: "Un soneto me manda hacer Violante, en mi vida me he visto en tal aprieto".
Casi dos millones de fotos tomadas por Colombia desde que a los siete años comencé a recorrer esta piel del toro que es la geografía de mi país. El problema no es escoger las fotos sino los lugares. Se quedan por fuera los adustamente bellos paisajes de La Guajira, la Sierra Nevada de Santa Marta, el páramo de Ocetá al que he distinguido como el más bello del planeta, el Parque de los Nevados y sus lagunas, la Serranía de Chiribiquete, el río Yarí, los raudales del río Inírida, la cascada de Tomachipán, el paisaje campestre de Nariño, los bosques de palma de cera de la cordillera Central en el Quindío, Caño Canoas en la Sierra de la Macarena, el río Atabapo, Yuruparí y los raudales del Vaupés, la Ciudad de Piedra y los cerros millonarios en petroglifos del Guaviare, el Parque Nacional de la Paya en el Putumayo, la Laguna Verde del volcán Azufral, las playas de Vigía y Mulatos y las del Pacífico, Cabo Marzo, el esplendor ilímite de los Llanos Orientales, los páramos de Chingaza y Sumapaz, el río Miritiparaná, el río Piraparaná... a qué seguir, para qué prolongar este sufrimiento. Sartre, Jean-Paul, decía que la libertad es la clave, pero cada elección un ejercicio de dolor. Se quedan por fuera jirones de mi alma y del paisaje.
Esta lista abusiva es un parto.

La laguna de la plaza donde el cielo se mira
Yo he definido la Sierra Nevada del Cocuy como dos hileras de cumbres de 25 kilómetros de longitud, paralelas y orientadas de sur a norte, separadas por valles en los que lagunas azules duermen su sueño glaciar. A mis siete años de edad subí el primer pico de 5.000 metros de altura; luego serían otros y otros en todos los continentes hasta llegar al Himalaya como profesor de alpinismo en España. Debo ser la reencarnación de un hombre de montañas. Por ello amo esta Sierra Nevada del Cocuy o de Güicán. Allí duerme su sueño eterno (¿eterno?) la más bella laguna de Colombia, acunada entre picos nevados, a 4.000 metros sobre el nivel del mar. No sólo yo, todos los seres humanos amamos el agua. En ella, en el líquido amniótico maternal vinimos a la vida y sin ella no podemos vivir.
La laguna, descaradamente azul, ve enrojecer las paredes de los picos vecinos durante los amaneceres del verano a las 5 y 45 con cósmica puntualidad. El sol que corre desaforado por los llanos orientales escala los farallones y tiñe de rojo los murallones del contorno. Esos gélidos amaneceres me encuentran sentado fuera de la carpa extasiado ante el prodigio. "Creció mi vida en esas horas como crece el maíz por la noche", me digo con Henry David Thoreau.
Jirijirimo o la inmensa música de las cosas
Si no conoces Jirijirimo no sabes de belleza, me dijo un aviador entre loco y aventurero. Tengo la ventaja de que no me gobierna la cabeza sino los pies. La primera discute y fantasea, los segundos se ponen en camino. Lo admiré primero desde una avioneta. El río Apaporis alberga una isla en forma de corazón: luego comienza a doblarse a lo largo de 300 metros formando cascadas de uno y dos metros en las que el agua se escurre perezosa entre unos cabellos vegetales verdes y largos llamados carurú. Luego el río se lanza por una cascada soberbia; prosigue por un cañón de cinco kilómetros de longitud para meterse por un túnel que él mismo ha labrado entre las rocas. Por tres metros de anchura discurre un río que arriba alcanza casi los dos kilómetros. El túnel tiene 40 metros de altura. Esto es Jirijirimo, o cama de la anaconda, porque allí estas gigantescas boas acuáticas son abundantes. Por unas fotos mías Jackeline Kennedy lo escogió como el lugar más bello de la tierra. Y también llegué allí a pie por la selva, desde Mitú, después de 12 días de aventura, tigres, serpientes, caños desbordados e indios amigables.
Me gusta sentarme a la orilla de la gran cascada que se dobla en forma de escalón y seguir el consejo de Teilhard de Chardin: "Dejadme sentir la inmensa música de las cosas".

Caño Cristales, el arco iris convertido en río
Niño yo, muy en el siglo y milenio pasado, no podía entender cómo el agua corre y corre y no se acaba. Crecí (¡qué desgracia!) y moriré sin saberlo, porque ya ríos no nacen y todos los días se secan. A mis cuatro años me fui de la casa paterna siguiendo la margen de un río. A los tres días me encontraron a las puertas de un páramo aterido y casi muerto de frío. Yo buscaba el nacimiento.
¿Por qué me gusta Caño Cristales? Cuando salía el arco iris sobre los paisajes de mi natal Armenia yo me electrizaba. Mi madre, Teresa se llamaba, me decía que el arco iris se traga a las personas en su contacto con la tierra. Y yo lo perseguía. Regresaba desconsolado. Ella me decía que las cosas importantes en la vida siempre están más lejos. Allí aprendí la lección que mueve mi vida: los largos caminos exigen largas fidelidades y a medida que se alargan los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas.
Caño Cristales se desprende de la Sierra de la Macarena en su parte meridional y corre hacia el oriente buscando el río Guayabero. Lo llamé el río de los cinco colores y así lo he hecho conocer en Colombia y en todo el planeta. Amarillo, azul y rojo, como la martirizada bandera. Verde como la naturaleza (y la envidia) y negro como la noche (y tanta maldad que abunda por ahí). El río es una sucesión de chorros, cascadas, pocetas, remansos. El color rojo se debe a una planta denominada Macarenia clavigera.
En verano se seca y pierde sus colores, pero en invierno recobra la lujuria cromática. Agradezco a Teresa que no me habló de la burda leyenda que dice que donde el arco iris toca la tierra allí hay un tesoro. Soy tan desgraciado que lo hubiera encontrado. No conocería de largos caminos sino de muchas riquezas, posesiones y cheques y no sería feliz. Cuarenta veces ya he ido a mi río de los cinco colores y debo regresar pronto, porque la carretera infame que le han hecho lo ha condenado a muerte. Será uno de tantos ríos para lavar carros y arrojar basuras.
 
Los cerros de Mavecuri, soberbio balcón de la selva
Son tres. El Pájaro, El Mono y Mavecuri. El río Inírida, viniendo desde la inconmensurable entraña de la selva, teniendo toda la inmensidad para discurrir, decide meterse entre los tres cerros, dejando dos a su izquierda y el otro a la derecha. Trescientos, doscientos y ciento cincuenta metros sobre el nivel del río. En lancha rápida son dos horas desde Puerto Inírida, donde debe admirarse el monumento a la Princesa Inírida. Ella llora una pena de amor escondida en una caverna de los tres cerros y en noches de luna se la oye gemir.
Todos los octubres religiosamente me voy para los cerros con quienes quieran compartir conmigo este orgasmo cósmico, como llamo yo mis exaltaciones frente a la salvaje belleza del mundo. Ascendemos con facilidad suma el cerro más bajo y allí plantamos la carpa. Desde cien metros de altura sentimos venir los amaneceres y presenciamos los ocasos millonarios en luces: rojos, amarillos, naranjas, morados, mientras abajo discurre la hora más densa del planeta. Entre las 6 y las 7 de la tarde toda la selva está despierta. Los animales que "trabajan" de día van a sus escondites. Y los que laboran de noche, en general los grandes felinos, a esa hora inician labores. Desde arriba se escuchan los ruidos de la manigua. En estos cerros recuerdo al poeta y religiosamente le obedezco: "Siéntate al sol, abdica y sé rey de ti mismo".


El raudal de Maipures y la indiecita Mapiripana
El sabio Humboldt amó este raudal, el más pavorosamente bello del Orinoco y lo llamó la Octava Maravilla del Mundo en su Viaje a las Regiones Equinocciales.
A su paso por el gran río él y su compañero Amadeo Bonpland veían millones de tortugas desovando en los arenales mientras el cielo casi se cubría con las bandadas de garzas y corocoras. Por las tardes, cuenta el sabio, algún tigre se asomaba desde las orillas al paso de las embarcaciones.
Dice la leyenda que fue enviado un misionero a quemar viva a la indiecita Mapiripana porque era una bruja. El religioso se enamoró de ella y tuvieron dos mellizos aborrecibles: un vampiro y una lechuza. Huyó el clérigo pero la indiecita detenía su avance por los ríos creando los raudales. Ese fue el origen del Raudal de Maipures que es el núcleo paisajístico del Parque Nacional Tuparro. El río se encabrita a lo largo de seis kilómetros y forma trombas y chorreones que impiden la navegación. Una piedra gigantesca apostada en la mitad del río desafía la fuerza del agua incluso en los inviernos más potentes en que el río se lanza contra ella con todo el poder de sus millones de toneladas de agua.
Me gusta trepar el granito negro de la Isla Carestía o Guahibos y desde su cumbre atalayar el Raudal, la desembocadura del río Tuparro en el Orinoco y las sabanas hasta donde se pierde la vista. Es un espectáculo de fuerza e inocencia genesiales.






























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