martes, 4 de octubre de 2011

BARBARIE


LAS CORRALEJAS DE SINCELEJO: ¿CULTURA O BARBARIE?

Solapas principales


Milton Augusto Zambrano Pérez


Milton Augusto Zambrano Pérez — Profesor adscrito a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad del Atlántico — Barranquilla, ColombiaA que no me Agarras!!

Lo que representan las corralejas en todo el Caribe colombiano ya hace parte de la cultura, de las tradiciones y hasta de la identidad de los pueblos que las practican. Además de Sincelejo, existen otros lugares de la Costa donde esa forma de corrida popular está bastante arraigada.
Peligros de las CorralejasHay aspectos relacionados con la fiesta, con la diversión, que influyen en el mantenimiento y desarrollo de una corraleja. La música, el alcohol, el baile y otros elementos recreativos provocan que un evento de esta naturaleza sea atrayente para muchas personas ansiosas por cambiar su ritmo de vida al vaivén de las emociones fuertes.
También la economía influye en un festejo que tiene por epicentro la “lidia” de toros. Las ventas de los pequeños y medianos comerciantes, de las tiendas y los grandes almacenes se disparan como consecuencia de la aglomeración humana que promueve el certamen. Las cerveceras y las empresas productoras de licor duro acrecientan su demanda con cada corraleja.
Los hoteles de la capital de Sucre, los restaurantes, discotecas y otros lugares de esparcimiento se benefician de la conmoción que provoca la antorcha del 20 de enero. Todo el que tiene algo que ganar con las festividades desde luego que las apoya y defiende. Al margen de su importancia cultural.
El epicentro de los diversos eventos es la corrida masiva que se hace en un gran espacio encerrado por una corraleja de madera a la cual le adicionan palcos para albergar al público. Mujeres y hombres al son de la música sabanera y con altos porcentajes de licor corriendo por el organismo, se acomodan sobre sus puestos para disfrutar el espectáculo.
Abajo ya ha salido la bestia que prestó para la ocasión el ganadero de la zona, amante de la barahúnda o simplemente alguien que sabe congraciarse con la población para obtener de ella respaldo político o reconocimiento social. Y con los bramidos del toro se desata la euforia de los manteros, banderilleros, paragüeros y garrocheros encargados de “organizar” las suertes para el deleite de la tribuna.
Acompañando a los “profesionales” se lanzan a la arena los espontáneos (una especie extraña de “mozos de lidia”) con los ojos desorbitados y vidriosos por el alcohol y la emoción, cuyo objetivo no es tanto ganar dinero como lucirse al atraer las miradas de la galería con una maniobra que desluzca al animal.
CorralejasLa muchedumbre que acecha al astado es impresionante. La bestia desesperada persigue a quien la provoca o se deja seducir por la manta que le revolotea enfrente. Una correteada larga y peligrosa obtiene un premio representado en aplausos. Igual regalo le conceden a la habilidad del mantero o del banderillero al ejecutar sus prodigios. En estos casos no falta la circulación monetaria.
Hasta aquí el asunto es festivo y un tanto cómico. Pero el problema aparece cuando entran en escena los caballos. La idea es que esos animales también regalen su cuota de diversión, eludiendo las embestidas del toro. Objetivo que el hábil jinete logra en casi todos los casos.
Pero a veces sucede que al astado se le zafa el pitón. Y entonces clava dramáticamente al otro cuadrúpedo por el vientre rasgándole de allá hasta acá la delgada tela del estómago. La consecuencia es que las vísceras del equino besan la arena envueltas en sangre, heces y orín. Porque el dolor y el miedo provocan que el corcel herido se haga en la plaza.
Esforzándose mucho el jinete intenta recoger las tripas colgantes y ensangrentadas para acomodarlas torpemente en la cavidad abdominal del moribundo. Que emite espantosos alaridos por todo el espacio, hasta que lo sacan del escenario. Para evitarle más sufrimientos, el agonizante debe ser sacrificado.
Hasta aquí la cosa se transformó en algo trágico, que implica el maltrato y la muerte de un animal. Esto suponiendo que el astado se divierta al corretear a la muchedumbre y al darle cuerno al caballo. Porque algunos argumentan que el toro también sufre por la impertinencia de los borrachos y de los “profesionales” que posan de toreros, al estar sometido a un exceso de estrés que suele ser traumático.
¿Cuál es la reacción de la concurrencia ante el espectáculo horrendo del corcel que corre pisando sus propios intestinos? El cronista esperaría que las damas, en un gesto muy suyo, se llevaran las manos a la cara diciendo con profundo dolor: “¡Ay, Dios mío, pobre caballito!”. Como casi siempre se ve.
Pero no. Al contrario. Más bien gritan: “¡Mira, ahí va el caballo con las tripas afuera!”, exhibiendo un rostro que denota alegría. Además, mueven las manos en señal de regocijo. Es claro que el sufrimiento del animal les produce placer. Y en esa fiesta de la sangre y el maltrato los hombres superan a las mujeres en manifestaciones placenteras. Bajo el calor del sol y gozando la música de viento.
Ahora el festejo empieza a asumir unos contornos salvajes. Estamos ante la cultura de la barbarie que se alimenta del dolor ajeno, como ha sucedido desde tiempos remotos. Este es un nuevo circo romano sin gladiadores de casco o espada. En reemplazo de ellos relucen los ásperos pitones que pueden causar graves heridas y hasta la muerte. A la caza del enjambre de hombres ansiosos por demostrar su valentía, sin que importe mucho que esta sea energizada por el licor o la droga.
La cultura de la barbarie de la corraleja logra su clímax cuando el asustado animal coge al espontáneo borracho por la parte trasera del cuerpo. Con mucha saña el toro mueve los cuernos elevando por los aires al muñeco de trapo empitonado que recibe herida tras herida. En el cuello. En el pecho. En el abdomen. Hasta quedar inmóvil, bebiéndose su propia sangre en la alfombra de arena. Después lo sacan del sitio como un habitante más de la otra vida.
¿A qué va la masa a una corraleja? A gozar con las emociones duras, que aumentan los torrentes de adrenalina en su organismo. A divertirse con el sufrimiento de los animales, con el arrojo de los borrachos y con las habilidades de quienes tradicionalmente arriesgan su existencia por ganar reconocimiento y algo de dinero.
Es decir, los motivos de fondo son el culto al dolor, a la sangre y hasta a la muerte. Allí se amamantan los instintos que se extasían en el peligro, la violencia y la posibilidad de que alguien salga herido o muerto. Eso es lo llamativo, lo que hace a una corraleja emocionante. Ese es el abanico de pasiones ocultas que moviliza a la gente y la lleva a ubicarse en una tribuna mal hecha con un gran potencial de desastre.
Es cierto: ahí respetan la vida del toro. Se divierten con él, lo azuzan hasta el agotamiento, otorgándole la oportunidad implícita de que chuce a un caballo o a un ser humano. Sin que ello lo condene a morir. La brutalidad contra el cornudo disminuye en comparación con las corridas convencionales, donde el objetivo final es su sacrificio en el ruedo. Organizando todas las suertes en función de minarle la resistencia con el propósito de prepararlo para el espadazo definitivo.
Acá la vara larga de la muerte se extiende hacia los borrachos y los “profesionales” que ofertan la vida para complacer al respetable. El salto al ruedo es caótico y no existe ningún orden en los enfrentamientos entre la bestia y los hombres. Dominan la pasión por el riesgo y el sadismo cultural de los espectadores. Esta es la alianza macabra que hace vibrante el juego.
Como en el boxeo o en las corridas de plaza, en las corralejas predomina la cultura de la barbarie. Sí: nos gustan, satisfacen nuestro deseo de pasiones adrenalínicas y hasta se acoplan con nuestras patologías. Cambian las rutinas cotidianas enervando hasta a los más razonables. Producen dinero. Hacen parte de la historia y cabalgan en el potro a veces indomable de la tradición. Y hasta pueden soldarse férreamente a la identidad cultural de los pueblos.
Pero, ¿quién ha dicho que todo lo tradicional es siempre bueno o adecuado? ¿Cuántos bastiones culturales, históricos, de la identidad le han hecho y le siguen haciendo daño a mucha gente? Por ejemplo, ¿es conveniente la infibulación (“castración”) que aún se práctica contra las niñas en algunas tribus somalíes? ¿Fue saludable castrar hombres para satisfacer los apetitos de un emperador chino en aquellos lejanos tiempos? A las niñas africanas y a los eunucos se les atropelló la dignidad lacerándoles la vida en procura de defender la tradición, la historia y la cultura.
No todo lo tradicional es defendible e inocuo. El hecho de que sea culturalmente elaborado por la mayoría de la población o que exhiba un matiz histórico e inunde la identidad cultural de un grupo humano nunca le confiere la categoría de algo intocable, para escapar de los exorcismos de la crítica.
La contemporaneidad nos invita a reflexionar acerca del papel de la dignidad humana en cada acción individual o colectiva, independientemente de que se trate de comportamientos o prácticas sociales muy antiguas revestidas con el plumaje de la identidad cultural.
Porque los hábitos pre-modernos que alimentan la cultura de la barbarie (que no respeta la vida y promueve la diversión centrada en el sufrimiento ajeno animal o humano) están todavía por ahí disfrazados de tradición y de historia.
Mantener esas prácticas sociales lesivas equivale a seguir alimentando la violencia y la posibilidad de la muerte. Y también equivale a estimular los deseos y las pasiones menos creativas de la especie. La cuestión es así (desafortunadamente) aunque en la corraleja suene el porro.  


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